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DON ANGEL

  • ´Rafael Perandones
  • 20 ene 2017
  • 6 Min. de lectura


Crecí muy cerca de mis abuelos maternos. Recuerdo muy nítidamente la infinidad de tardes que pasé junto a mis primos subido a alguno de los varios naranjos que mi abuelo cultivaba, o el exquisito sabor de los pasteles fritos rellenos de dulce de membrillo que cocinaba mi abuela y nunca más pude disfrutar. Ellos fueron sin lugar a dudas de los más importantes referentes que tuve en mi vida. En la introducción de mi libro “La pareja, el mejor lugar del mundo” conté cuanto me marcó en mi interés por los vínculos en general y en el de pareja en particular, el enojo de mi abuela cuando a sus ochenta largos, mi tía le sugirió que compraran camas gemelas dado que, según ella, a esa altura la relación entre ellos era más de compañerismo y amistad que de pareja. Creo que mi abuela celó a mi abuelo hasta el último día de su vida. Mi abuelo se casó por primera vez a los 14 años, un año después quedó viudo y algunos años después comenzó su relación con mi abuela, con quien tuvo tres hijos y que perduró hasta su fallecimiento a los 90 años. Estuvieron toda una vida juntos, sin embargo, a mi abuela siempre le preocupó mucho que pasaría si mi abuelo fallecía antes que ella y se encontraba en el cielo con su primera esposa. Ella gustaba mucho de él, y estoy seguro lo siguió haciendo hasta el último momento. Es que mi abuelo fue toda su vida un hombre muy bien parecido. Con el cabello dorado, seguramente heredado de sus ancestros alemanes, unos ojos color cielo y prestancia que mantuvo hasta el último día, mi abuelo nunca pasaba desapercibido.

Pero no es este aspecto de mis abuelos al que me quiero referir hoy. Quise y quiero aún hoy mucho a mi abuela Alicia y sin duda, no va a faltar oportunidad para que me refiera a ella y la notable influencia que tuvo en mi vida, mucho más de la que ella pudo imaginar.

Don Angel, como le conocía todo el mundo en mi pueblo natal fue, hasta su último aliento un hombre íntegro, como he conocido pocos. Para él no existía mejor garantía que la palabra y era fiel a ello aunque no siempre le fue bien esperando de los demás el mismo trato que dispensaba. Tal vez por eso nunca negó una mano a nadie, ni aún sabiendo que su generosidad no sería correspondida. Es que para él, cuando se daba, no se debía esperar nada a cambio. Para mi abuelo, la generosidad no era un intercambio, era un deber ético.

Hoy a la distancia, siento que fue él quien sembró en mi la semilla que me llevó a elegir una profesión de ayuda y sobre todo, mi forma de encarar su ejercicio.

Creo firmemente que la Psicología y más aún la Psicoterapia, son profesiones sagradas. No porque seamos quienes las ejercemos “elegidos” o porque tengamos algún poder especial derivado de Dios o alguna entidad sobrenatural, si no porque quienes nos eligen y depositan su confianza en nosotros, nos entregan lo más sagrado que tienen, su intimidad y su afectividad, y eso debería generar en nosotros un imperativo ético que implique cuidar a ese otro y honrar su confianza dando en cada intervención lo mejor de nosotros mismos, con total compromiso.

Y esto no tiene nada que ver con el contrato económico que implica nuestro trabajo. Vivimos en una sociedad determinada, que se rige por reglas que todos aceptamos y que implican, entre otras cosas, que todo trabajo merece una retribución económica.

A lo que me refiero es a la entrega y al compromiso que debemos poner en nuestro trabajo, independientemente de lo que cobremos por ello.

Trabajo en el Servicio de Psicología de una importante Institución de Salud donde doy consulta de psicoterapia a familias y parejas que pagan un arancel muy inferior al que manejamos en la consulta privada. Esto no implica que el tiempo, la dedicación y el compromiso que estos pacientes me merecen sea diferente que en el caso de los pacientes que concurren a mi consultorio particular. No concibo otra manera de asumir la tarea, y me consta que la gran mayoría de mis colegas que trabajan en el Servicio lo entienden de la misma forma.

Y no solo en mi trabajo profesional ha incidido esa forma de encarar la vida que me transmitió mi abuelo. Mucha gente que ha leido mis libros me comenta que le llama la atención la entrega que perciben en lo que escribo. Cuando estaba en el proceso de edición de “La pareja”, mi maestro, que hizo una lectura crítica del material en bruto y escribió en prólogo, ante ciertas dudas mias en cuanto a la necesidad de incluir citas de maestros u otros autores que de alguna forma avalaran mis ideas, me preguntó cual era mi propósito al escribir y a quienes iba dirigido. Él me conoce muy bien por lo que sabía cual sería mi respuesta, pero me pidió que rumiera la respuesta, que tratara de conectar lo más posible con mi sentir al respecto y que después releyera lo escrito y viera si era coherente con ese sentir. Así que seguí su consejo y me di cuenta que no puedo escribir de otra forma que no sea desde el corazón, jugándome las tripas en cada frase y apuntando a tocar el corazón de quién me lea. Y si bien, obviamente me llena mucho recibir el feedback de los lectores, se, y la experiencia así me lo ha enseñado además, que no puedo ni quiero, controlar a quienes pueda llegarle y que no escribo esperando otra cosa que no sea compartir mi experiencia y mi sentir con la esperanza que eso pueda mejorar de algún modo la vida de quien está del otro lado de mis líneas.

Don Juan dijo a Castaneda que muchas veces los hombres nos enfrentamos a encrucijadas de caminos y no sabemos muy bien por cual seguir y que frente a eso, siempre debemos seguir “el camino con corazón”. Eso fue lo que, muchos años antes de tomar contacto con la obra de Castaneda, me enseñó mi abuelo Angel.

Pero no fue la única semilla que sembró en mi. Él era un enamorado de la vida y, como toda persona que ha trabajado el campo, tenía una profunda relación con la naturaleza.

Mis recuerdos con mis abuelos son posteriores a su jubilación, de su vida en la ciudad, pero en todas las casas que les recuerdo, siempre había algo sembrado. En la primera que recuerdo, tenía una cantidad de árboles de naranja, todos de una variedad diferente y todos daban unas naranjas exquisitas. Tengo impregnado en mis narinas el aroma a sus mandarinas , que costaba días sacar de las manos, pero que me encantaba. Y, como no podía ser de otra manera, también tenía una huerta que producía vegetales que disfrutábamos toda la familia.

Y luego, cuando se mudaron a una pequeña chacra a las afueras del pueblo, recuerdo como, ya entrado en años, seguía cultivando la tierra con ese amor y respeto que sólo siente quien ha desarrollado un vínculo profundo con ella.

Recuerdo muy nítidamente las largas tertulias que teníamos bajo los árboles y como allí me fue transmitiendo valores y conceptos profundamente ecológicos mucho antes de que la Ecología se convirtiera en una ciencia y se pusiera de moda y que también impregnan mi filosofía de vida y mi trabajo.

Muchas veces me pregunté de donde venía mi perspectiva sistémica de ver la realidad. Siempre había creído que era fruto de mi contacto con la Psicoterapia Gestáltica, pero hoy me doy cuenta que viene de allí, y que mi fascinación por la Gestalt se debe en que allí encontré el marco teórico y vivencial que encajaba con todo eso que aprendí de mi abuelo.

Recuerdo por ejemplo como se comunicaba con los pájaros imitando su silbido o como sabía si iba a venir tormenta observando el comportamiento de las hormigas. No se si era consciente de ello, pero se sentía uno con la Naturaleza y por ende con la Vida.

Cuanto más crezco en mi profesión más me convenzo de la imperiosa necesidad de tener una visión sistémica, amplia, holística, que nos permita ver el árbol pero sin perder nunca de vista que forma parte de un bosque y que si no observamos como se vincula con el y las profundas implicancias que la historia del bosque tiene sobre el árbol, nunca le podremos comprender cabalmente y por ende ayudarlo.

Por eso, cuanto más trabajo e investigó, más fuertemente siento la vocación y, porqué no, la necesidad de trabajar con encuadres amplios, parejas, familias, grupos donde poder trabajar con los vínculos y las intrincadas tramas relacionales que ellos implican.

Y por supuesto, asumir plena y conscientemente que, como demostró la Física cuántica, el observador interfiere indefectiblemente sobre el objeto observado. Esto determinó la muerte de la tan manida y sobrevalorada objetividad y nos obliga a asumir clara y responsablemente la idea de que nuestra presencia al trabajar con un otro, individual o sistema, va a tener consecuencias en ellos y en nosotros mismos, para bien o para mal.

¡Y cuán ecológico es esto! Los seres humanos nos hemos colocado, al menos en nuestra cultura «occidental y cristiana», por encima de la Creación y todos somos testigos y víctimas de lo que esto implica.

Por eso, asumir la conciencia de unidad, que no somos más importantes sino que somos una parte más del todo y que es fundamental el tipo de vínculo que desarrollamos con el, es la única esperanza que tenemos para torcer esta carrera frenética hacia la autodestrucción en la que parece estamos empecinados los seres humanos.

 
 
 

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